Corre el tiempo y nos abrasa ahogándonos en estrés hacia el ocaso. Casi pasó medio año para final de década cuando, apenas ayer, enterramos las Pascuas hasta que, pasado mañana, lleguen otras.

Entre medias quedaron primaveras sin sonrisas, burladas entre navajas electorales, rotas entre manifas de un pueblo que, a falta de saber expresarse, le da por gemir entre urnas o pancartas. Medios igual de inútiles pero que dan juego para que el gentío se distraiga y se ilusione con el fantasma de la libertad. La primavera siempre intenta reír, que es lo suyo, lo mandado por la Creación. Pero no ríe, ni siquiera sonríe desde hace tiempo. Ruge un histrionismo de hembra rabiosa entre humillada y bebida, embrutecida por desengaños y cansada de estaciones y lunas moras.

Así pasa que se nos cae el verano encima, plano, revuelto, con vómito atascado de tormentas  como coágulos en las arterias del cosmos. Nos llega un verano constituyente de un tiempo que calienta mechas de bomba de relojería, de elección a elección, de poder a poder, de rabia a rabia. El verano así se derrumbará como un peso pesado ebrio de alcohol y doping sobre una lona de piel de toro seca y cuarteada por rumiantes tanto extranjeros como autóctonos. Por ejemplo, desde Francia ya nos colocan topos descarados en partidos que, justo a sus servicios secretos habituales del Estado, nos roen la piel desde hace siglos. Inglaterra es más fina, of course, que nos viste al jefe de tuno apayasado otorgando medallas de clase y extrañas mientras siguen cagando a sus anchas en peñones colonizados.

Y nosotros, pues bien, contentos y pánfilos «qué guapo está el Rey», «¡Tipazo!’ y así. Y uno ya no sabe si reír o si llorar porque, como dice el poeta, más raro fue aquel verano que no paró de nevar.

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