Madrid está iluminado por las luces y la luna llena. Tal exceso de brillo calienta a una multitud que abarrota el centro la ciudad. Salgo de casa a la hora del homenaje a unos Caídos que, por Dios y por España llevan sus antorchas como velas de presencia de Lagasca a Goya. La Puerta de Alcalá se lleva el gran protagonismo desde que nos recibe en su frontal con dos corazones de rojo neón que dan sentido a sus siluetas santas. A su lado, invisibles y rancias, les flanquean arbustos en inglés que califican a Madrid como ciudad verde, o ecologista, o algo así. No nos interesa, en todo caso. Me hago un circuito propio para evitar Cibeles y las mareas de curiosos que suben y bajan, apareciendo entre el círculo señorial y silencioso que abarca al monumento de los héroes de España, la Bolsa de valores y deja ver a los grandes hoteles vip de la capital.
Neptuno colorín, de rojo y blanco of course, hace contraste con los rótulos del Palace y da pie a ver un Congreso vegetado por árboles fucsia. Mi destino se acerca a estas alturas: el barrio de las Letras y Jesús, cuya planta diestra contiene aún caliente mi beso puntual de devoción de viernes. Sigo por costanillas solitarias que desembocan en una Atocha con tráfico y claxon. Respiro en el semáforo y llego a mi calle, mi callejón, mi sagrado espacio Doré donde vamos a culminar la celebración de un año especial de aniversario. Y lo vamos a hacer trasladados al inicio de siglo XX cambalache, problemático y febril. Me esperan «las Frivolinas», en restauración orgullosa de la Filmoteca Nacional de un original impracticable.
Restauración sonora en directo con el mismo grupo de artistas que ya lo inauguraron en el 99. Si los cines acogen la manufactura de los sueños, con más fuerza soñaremos desde el recuerdo documental de lo que, sin haberlo vivido, sí que llevamos muy dentro. Tiempos primoriveristas en sepia de mundo de revista en mudo, la cámara es testigo de una trama básica donde se crea un universo con exceso de gestos, maquillajes y caída de ojos. Mi Madrid de las verbenas, Hilariones, empresarios de teatros, coristas arribistas que bailan el eternoretornismo del chotis para sacudirnos la conciencia desde el corazón. Hora y media de vida concentrada más allá del ruido vital. La mirada de los actores nos observan y ya sabemos que nos reconocemos desde siempre y para siempre. El payaso como héroe, don Casto en viejo verde, criadas de uniforme y confidencia y mis coristas rellenitas y descaradas. Como debe ser la «mujer de revista», por cierto, muy mujer y con caderas de «mater amantísima» y sonrisa de muchos sentidos.
La música en directo nos da un confort de «café teatro», de cine añejo, de retención del tiempo para ser sublimado en el recuerdo de eso que llamamos entrañable y viene de las mejores entrañas. En el colofón se tocan varios himnos, terminando con el Esperanto, curiosidad ácrata del director que ofrece un abrazo imposible por universal de una lengua que suena a todo y no sabe a nada. Sale uno en trance, como de haber visitado otro mundo. Me dejo caer por las letras empedradas y, esta vez sí, saludo a la Señá Cibeles que me reprocha, chulapa, que no la haya dicho «hola» por la tarde.