La última vez que entré en el Penicilino quedaba un día para su cierre definitivo. Venía de la planta sexta del Clínico en paseo empedrado entre la Antigua y la Catedral. Sonaba el Ángelus desde el campanario y las palomas revoloteaban entre las ruinas de piedra. No había mucha gente en los bancos, apenas dos abuelitos-cara-al-sol. Saludé al Corazón de Jesús hasta llegar a una Plazuela de la Libertad, que recordaba a la extinta de las Carnicerías. La verja del Peni estaba ya abierta, un hombre fumaba a su vera y empujé la puerta de entrada.
Siempre es la misma impresión, pensé, pero era un día triste. Sabía que el túnel del tiempo a que lleva su claroscuro interior tenía fecha de caducidad.
Así nos lo dijeron hace un mes. Yo entonces estaba con la Rubia, en nuestro tradicional finale de ruta que empieza con la bendición de agua bendita en San Martín y acaba con cortado y zapatilla en estos muros. Ruta procesional y litúrgica, de templo a templo, de sacro a pagano de trascendente a inmanente. La camarera nos avisó de que en febrero se cerraba el local, el edificio, la manzana entera, y con ello la coartada a nuestras memorias. Todo un tajo físico a una vivencia que podemos dividir en dos partes vitales. La primera etapa es dionisíaca, allá en el siglo pasado, cuando la generación del desarrollismo nos juntábamos en el ruido y la euforia de las primeras salidas entre amigos, cuadrillas y novias. Sí, la generación baby boom arrasaba el finde en sus provincias y el Peni era regentado por un matrimonio que emanaba carisma y hogar. Cualquier bar, taberna, pub se funda y sostiene por la fuerza que surge detrás de la barra. Así que se forme un hogar o un mero negocio es responsabilidad de los dueños y el Peni era, ante todo una casa donde entre barriles, mantecadas y estantes de antigua licorería, uno siempre aprendía de libros con Manolo y señora, últimos bastiones de la saga de los Calvo. Nos servían vino dulce, único lugar donde he tomado, como el jerez en La Venencia. No me gustan ambos vinos excepto en tan sacros lugares. Esa etapa duró hasta recién iniciado el nuevo siglo donde mi voluntario exilio me hizo navegar a la tragedia vital en islas del norte buscando, como siempre, derrotar a mi destino. A la vuelta de las pausas en tal duelo me pasaba por el Peni en horas de vermú ya muy aparte de la compañía de mi fallida generación con la que había roto y no tenía más que hablar. Etapa de tertulias con encarnación de un mundo bloguero que había conocido en comunicación virtual, desde escritores geniales hasta artistas de diverso pelaje llegó el al culmen del peregrinaje regular con la Rubia.
Nos sentábamos en al fondo junto a una mesa de mármol quebrada por el tiempo mientras miraba el futuro en cada arruga. Las horas se marcaban como muescas en rajas de diferente radio en aquel círculo que, como altar, había sostenido tantas consumiciones, vinos, cafés, pastas y habían atestiguado conversaciones y debates. Ese día la fotografiamos de nuevo, en ese álbum íntimo donde se duplican imagen y memoria de un instante a media tarde. Nunca he fotografiado tanto a un sitio y a un modelo como el binomio Peni-Rubia. Eso ya era la etapa apolínea, claro, como el sagaz lector habrá imaginado.
Pero la última vez que entré el Peni fui solo y no me senté. Observé con atención las estanterías mientras colocaban en la pared una gran foto de la fachada cuando se llamaba Villa Elenita. Recé en silencio por el alma de Elenita que en paz descanse mientras me observaba multiplicado en todas las mesas de mármol esculpiendo la inmortalidad del tiempo.