Hace apenas unos pocos años no sabíamos qué era eso del «escrache». Parece que venía de scratch hasta que lo vimos en la RAE como: «Manifestación popular de protesta contra una persona, generalmente del ámbito de la política o de la Administración, que se realiza frente a su domicilio o en algún lugar público al que deba concurrir.»
Comenzamos realmente a saberlo cuando, desde la izquierda, en la preparación a la llegada de Podemos al escenario nacional, se empezaron a perseguir a políticos de la derecha por las calles y hasta en su propia casa. Así no podemos olvidar el famoso caso de la señora Cifuentes cuya persecución e insultos en pleno Madrid todavía duele a la retina. Allá en Barcelona, siempre a la vanguardia, la alcaldesa Colau en su época militante con sus ocupas hicieron de dicha intimidación, protesta. A todo esto, en la universidad hemos visto la penosa persecución a Rosa Díez cuando se le impidió el derecho a dar una conferencia con Pablo Iglesias liderando la bronca. Esos son un mínimo número de casos que, a modo de ejemplo, hemos padecido en estos años.
A todo ese ejercicio intimidatorio e intolerable se ha calificado de varias maneras: desde la «higiene democrática» hasta el clásico uso de la «libertad de expresión». Hay una gama de hipocresía sofista para describirlo. No es una cosa improvisada, insistimos. Más antaño, cuando en el programa «la Tuerka» en clave pre-Podemos en televisión financiada por Irán, veíamos a los contertulios pregonar muy contentos aquello de que «el miedo cambia de bando». Eran tertulias políticas donde desde Gramsci a Marx se justificaba al ambiente borroka y se explicaba el marxismo cultural desde la «capacidad de acción popular».
Yo, como me lo tragó todo y me encanta estudiar al enemigo, veía que la cosa se ponía seria.
La mezcla de la «higiene» con la acción violenta es el blanqueo de la coacción, como hemos visto recientemente en el caso ya, convenientemente olvidado, de Alsasua cuando se cambia un delito claro de odio por una reyerta al azar.
Lo que provoca todo esto no es más que algo tan peligroso como el «caldo de cultivo», ess trampolín a sazonar por envenenamiento cualquier guiso convenientemente quemado. El problema es que cuando se calienta el caldo adquiere vida propia, no es controlable y está a disposición de cualquiera que lo quiera utilizar. El patrimonio del odio no es exclusivo, el odio no es un mero sentimiento, es una pasión. Y cuando se interioriza, no se quita fácil. Al señor Iglesias le molesta una presión que él mismo ha ayudado a crear y cuando llega a un punto no vale escudarse en los hijos y acusar a ese mito llamado «extrema derecha». El odio que padece Iglesias ni siquiera viene en gran parte de la derecha, pues tiene ya cadáveres suficientes que le tienen ganas desde la izquierda.
Esto es un problema grave, para todos y muy difícil de solventar cuando además no se asume culpa alguna. Cuando la intimidación está tan normalizada por el movimiento Ocupa, los menas y la inseguridad del caos, no es de recibo la queja puntual de los que han incendiado la convivencia. El caldo de cultivo cada vez quema más y el pueblo está cansado. Ahora sí que el miedo cambia de bando pero el odio está en todos.