Veía yo ayer un capítulo de la magnífica serie ‘Historias para no dormir’ en la web de TVE – en aquellos tiempos donde la calidad era un criterio a la hora de programar – llamado ‘La Sonrisa’.
Esta historia estaba basada en un cuento del escritor de ciencia ficción Ray Bradbury y mostraba una tribu que, en su barbarie, tenía la costumbre de celebrar ‘Fiestas del Odio’ donde cada miembro daba rienda suelta a insultos y destrucción de objetos. Cuando el protagonista –un imberbe Emilio Gutiérrez Caba – preguntaba al líder el porqué de esas fiestas, le respondían que era fundamental mantener viva la llama del odio para así construir con eficacia la ‘nueva civilización’. La idea desde luego no es nueva, ya que el gran Orwell la plasma con brillantez en la genial ‘1984’cuando las masas se entrenan diariamente en los ‘2 minutos de odio’frente a un monitor donde se enseñan imágenes del enemigo y toda la audiencia debe deshacerse en gritos e insultos hacia la pantalla.
Esta gestión singular del odio en masa para definir una ‘identidad’ y construir un proyecto a partir de la destrucción del Otro adquiere una perfección en nuestro país desde el nacionalismo amparado, comprendido y financiado. ¿Qué otra cosa es más que Festival de Odio lo que se lleva años organizando en los estadios de fútbol, finales de Copa con equipos manchados de ideología segregadora, campos politizados con pancartas terroristas o encuentros ‘amistosos’ con selecciones tribales más preocupadas en mostrar la enemistad con el vecino que la unión entre ellos?
Ahora que empieza el curso político, los traumas nacionales querrán ser aderezados por “partidos del siglo”, “clásicos” y demás mitos, pero conviene recordar que la politización de la vida pública, sobre todo en el futbol, es realmente asquerosa y sobre todo peligrosa.
Por un lado, el nacionalismo sabe que no tiene más arma que la emoción, la idolatría y la mitificación. Basado en ficciones ya imposibles de intelectualizar debe de acudir en última instancia al instinto del bajo vientre al que se ha llegado desde un aparentemente noble sentimentalismo-romántico-de-aldea-pura inventado en estos años. La ideología e intereses que están detrás de esta enferma manera de sentir es peligrosa, digo, porque los instintos abiertos no son fáciles de frenar.
Por otro lado, el poder está cómodo financiando enésimos partidos imprescindibles para tener al personal hipnotizado frente al televisor creyendo, quizá con razón, que la anestesia durará siempre.
Por mucho que se quiera minimizar e intentar hablar de deporte, lo guay que es la Champions y la construcción del mito de La Roja, lo que está sucediendo en España con estas manifestaciones nos va a costar muy caro y tendrá su efecto contraproducente. El odio de las élites y las calles se ha depurado en los campos en dos visiones, visible como un fuego que se cree que se puede controlar a la medida que marquen los políticos especializados, ignorando que el fuego tiene vida propia y una vez que se pasan ciertos límites es imposible de apagar.
Han acabado hasta con el fútbol.