“Para cada huevo, una cáscara de aceite y otra de vinagre. Un poco de levadura y una pizca de sal. Un poco de canela y harina la que pida. Freír en aceite caliente.”
El mármol de la mesa de la cocina reluce. Aparte, en un cuenco pardo, tres huevos caen abatidos, dejando las cáscaras en fila de ruinas. Hacemos el “casting” de las mitades más enteras, viendo que todas están aptas. Paqui es una mujer tan organizada que parte los huevos al milímetro dejando una simetría de ruptura exquisita. Elegimos una al azar y Miguel la rellena con un chorro de aceite que se va uniendo al cuenco vital. “Por cada huevo, una cáscara de aceite y otra de vinagre”, nos susurra el manuscrito sepia. La cocinera de la casa de mi abuela es la directora invisible que nos dirige cada año las operaciones. La letra viene de hace un siglo, ortografía de tiempos en cocinas amplias y uniformes que vestían en castillos antepasados. No recuerdo el nombre de la señora, así que trabajamos sobre la senda de Lola, mi abuela, que ha dado nombre a la tradición y a una época.
Fotografío las manos, en su equilibrio de cáscaras y vertidos de aceites y vinagres, y me acuerdo de la Capilla Sixtina, en ese amago de roce sutil entre el Creador y su Obra. La cocina es creación, dar nueva vida entre un pacto de humanos con la Naturaleza comestible. El rito se acaba y los papiros continúan con “Un poco de levadura y una pizca de sal.” El cuenco va así maquillando los huevos, inaugurando la idea de una masa que se nos va apareciendo. “Un poco de canela y harina la que pida.”, dice nuestra maestra de cocina. Para mí, estas expresiones de “un poco”, “la que pida” o “una pizca” me acerca al aspecto indeterminado e intimista del arte de la cocina. Palabras herméticas de misterio, para los novatos como yo, que aspiramos a medir el mundo desde una perspectiva Excel de números y cantidades exactas. Cae la canela con la gracia de las pinceladas fatales y empieza la fiesta.
Paqui empieza a batir la sacra pócima y ya vemos que la harina quiere hacerse paso, porque “se lo pide” el resto de la comitiva. Yo no sé cuánto y cómo se lo pide, pero es evidente que el cuenco ansía mas, insaciable en su dialéctica veloz. Es ésta una espiral hegeliana donde los elementos van confluyendo en círculos mezclándose los ingredientes a ritmo de tesis- síntesis-antítesis. Me dejo hipnotizar desde el movimiento y las fotos solo captan un borroso de furia batida. La masa se va creando así como si fuera el Génesis de los últimos días mientras, insaciable sigue pidiendo más forma, más vida.
Pasamos al gran mármol de operaciones, dejando la masa observada por un espolvoreado de más harina que no quiere dejar de participar. Miguel va uniendo elementos porque sigue insistiendo en que “lo pide”. Sigo sin entender cuánto y por qué y observo fijamente la masa, imaginándome que ella misma me va a dar la respuesta, o quizá una mala contestación por torpe.
“¿Y qué, ya no lo pide?” pregunto ya, insolente y lleno de curiosidad al ver que se retira el bote. Levantando la mirada desde las gafas de cerca, Miguel me dice “No, porque ya no se me pega la masa en lo dedos, ¿ves?”
¡Acabáramos!, pienso, mientras me enseña las manos como recién bañadas en la Fuente del Duero, aguas de Urbión. La creación descansa así, satisfecha en su trono inmaculado de mármoles. A mi izquierda una gran sartén se llena de aceite, con tres pequeños trozos de piel de naranja que, a tono de islas, decoran este océano para absorber el fragor del aceite. El liquido se va así calentando y veo senderos subterráneos de fuego empiezan a quebrar la ruta, como vías de oro líquido. Parece un desierto de aceite hirviendo, laberinto móvil que cuartea este océano letal.
Miguel coge una botella de vino vacía y se dispone a moldear su obra. Entonces, me separo con reverencia para recordar el pretérito perfecto de la Feli sentada, con su amasador inmaculado pasar con suavidad por la obra al mismo tiempo. Y lo hace con la misma suavidad con que limpiaría en el pilón del pueblo los lienzos familiares, con la misma pureza con que se manufactura la belleza, y el mismo amor con que se abraza las obras de lo cotidiano.
El resultado se presenta refinado en un espacio amplio de grosor mínimo, inmedible. Para entenderlo, elijo el ángulo desde el nivel del mármol que, apenas distingue una línea, horizonte de esperanza que limita entre el grosor de la mesa y el infinito. Paqui se acerca con un cuchillo para dividir en partes asimétricas las porciones. Ligereza de cortes que hacen herir al mármol para combinarlo con el chisporroteo de rabia de una sartén que ya anhela sacrificios. Con cuidado coge un trozo de la porción, lo estira un poco entre sus dedos – esa es la clave – y lo deja hacerse en la sartén.
“Cuanto más caliente, más dorado”, sentencia. Y aquí se acaba la técnica y empieza el arte. El barroco estalla con la esperada fusión de los materiales que terminarán engendrando la Hojuela. Vemos brotar a las ampollas de una masa que se retuerce en vida, abriendo su personalidad que, por fin, se hace curva, forma de sí misma, olvidando la mansedumbre de una masa que se olvidó de pedir harina para dejar manos limpias y yacer extasiada en su lecho de mármol para dejarse cortar. No, ya no. Ahora es un carácter pardo de curvas que se harán gemir desde su tacto crujiente. Llegan más, alborotadas, ocupando espacios en una sartén que salta de alegría en este baño múltiple de creación.
La bandeja espera. Recoge señorial con liturgia a cada hojuela, una, otra, todas. Ya colocadas, las bendice una catarata de miel soriana. Sacramental y con color de pueblo, va cayendo en cada una en cinta de esponsales. Tres-bandejas-tres, reposan sobre la encimera, bajo la sonrisa satisfecha de la Cocinera, Lola y Feli.
La Cuaresma ha comenzado.