Era un martes temprano de conferencias y prisas, nuevo curso, desayunos con sabios en una semana de Septiembre tan lejana de cualquier agosto. Nacía con una brisa en la mañana, un frescor en la tarde, entre corrientes hasta que llegó un escalofrío al anochecer con calor de apocalipsis.
Llegó el otoño tan de repente que se nos ha caído encima.
Como una losa de piedras secas, saco de hojas muertas y afiladas que tiran desde las ventanas de palacio para adornar hiriendo. Se intuía, claro, con esa múltiple caída de ramas desde todos los árboles de Madrid en su depresión desde el Retiro hacia el centro meretriz dejando huérfanas a familias que juegan en el parque. Como será, que llevo esquivando la caída del bosque en mi correr con casco romano, y ya solo doy vueltas alrededor de la protección de mi querido ángel caído mientras rezo por su conversión de 666 metros de altura.
El otoño de los colores pardos, el de las luces crepusculares y difíciles ha sido decapitado, sustituido en una tarde gris-tecnócrata, por ese otro otoño artificial de los poderes nacidos de gentuza ya tan otoñal. El que traen los prohombres-por-consenso engañando, dividiendo, traicionando, en fin.
Aquellos que hacen que en sus parques nuevos se levanten árboles rotos mientras pasean cada vez mas criminales sueltos en ausencia de nuevos niños.
A la España silente de las primaveras vetadas, los inviernos de familia, los veranos eternos, se la quiere exiliar en el otro otoño permanente con colores siberianos. No se conseguirá. Habrá que construir un parque nuevo de colores puros donde jueguen, comunión de los santos, las víctimas sin justicia, los niños sin oportunidad, y se pueda vivir con alegría desde una vieja memoria sin alzheimer posmoderno que te recuerde quien eres y no quien se te dice que eres.