Hoy amaneció de un color dorado. Paleta que hacía parecer al mundo una continuación del último sueño; imagen onírica y ovalada que se hacía visible al alba. Pensé que tenía fiebre. Me arrullé bajo la colcha envolviendo una temperatura de sudor confuso, ovillo de despertares en intervalo becqueriano. 

No podía estar en un sueño porque era demasiado consciente de la situación, pero al fin y al cabo… podría ser. A esas horas da igual: entre la vigilia y el sueño uno hace acampada asumiendo una realidad que le viene grande. Esto pasa siempre, claro, porque la Realidad, en cualquier estado, está por encima de nuestra situación. La diferencia es que al amanecer te acoge, cobija el cansancio y absuelve…si la conciencia está tranquila. 

Volví entonces a mirar la ventana, tímidamente para confirmar el color pardo, amarillento ocre del mundo en que el color dorado se iba transformando. No, no parecía tener fiebre, ni estar en un sueño, pero no me asusté. El despertador intentaba bramar sus gemidos metálicos y lo apagué antes de sonar, posponiendo así la Gloria de los «cinco minutos más». Como siempre, me despierto sin ruido, en redoble de silencios, que es el sonido que más altera. Pero hoy en sepia,  como si estuviera en el desierto. Sí, como si estuviera en el desierto. Sonreí porque la imagen me encanta. Eso es, me dije, como en el desierto, murmuré cerrando los ojos. Desierto por dentro y desierto por fuera.  

Entonces me imaginé reloj de arena para concentrarme, entre la vigilia y el sueño, en el tiempo que me quedaba de vida.

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