Llueve por fin, amagaba en losmadriles esta semana y se remató en la Meseta hoy. Hay bajada de grados, gritos de agua, luz de sombras que despliegan un alba oscuro monasterial. Es mi tiempo.

Empiezo a respirar hondo con lágrimas en los ojos para acompasar el diluvio. Llevo meses de ahogamiento, con la prosa congestionada.Las primaveras prolongadas me cargan, y sin prolongación también. Todo son astenias y un «hacemuybueno» que impide cualquier conversación. Exceptúo el verano del rey agosto porque como todo el mundo sabe, es mes de frío en rostro, y en el hartazgo me sale la poesía de todo el año.

Yo soy un hombre de otoño para abajo, otoñal diría sino fuera porque dicha palabra sobrecargada de melancolía. No menciono siquiera «invernal».No puedo dormir bien si no me pesan las mantas o me cubren el costado con cucharita. Pero aunque esta última opción sea claramente superior en importancia, es difícil que dure toda una noche. De ahí la importancia de la manta. Estos placeres, para mi vitales, no se pueden producir con los calores.El frio seco de Castilla, la lluvia de Irlanda o la nieve del este serían mi palacio de Cristal. Pero como mi admirado Zhivago anhelo una Rusia que, adivino, va a ser el único país habitable del 2030 en adelante.

Estoy preparado para vivir cuando toque mis días otoñales en un otoño eterno con nieve para así recordar sin pausa helada la memoria de las calenturas artificiales de un mundo que no conoce cucharita alguna.

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