Era la Roma del 94, era la «Sapienza» universitaria, era Furio Camillo interno 4… éramos, en fin, un poco más jóvenes y jugábamos a ser comunistas cantando la «locomotiva» de Francesco Guccini con mi amigo Marco bajo un calor con olor a delicioso pesto. Fueron elecciones en Italia y se presentaba casi sin avisar Silvio Berlusconi. En la tele se ponían debates electorales donde el presentador podía preguntar a una candidata si aún era virgen mientras todos hablaban a gritos bajo mi mirada atónita. Era el fantasma de Fellini en Plaza Navona, recientemente fallecido el año anterior, cuando en el mercado de Navidad mostraba un Amarcord con todas esas mujeres de rímel, curvas y risotadas.
No me costó mucho adaptarme a Italia y su secreto cuando en año Erasmus decidí no ver a un español ni en pintura, cosa que he llevado a rajatabla en mis estancias prolongadas en el exterior. La locura va mucho con mi carácter y prefiero el caos organizado al orden rutinario.
Silvio Berlusconi ya era un mito europeo por entonces. Un empresario audaz que brillaba desde un país cuya estructura económica limita al norte por la FIAT, al sur por la cosa nostra, al oeste por la Camorra y al este con San Marino. Entre medias estaban los políticos de Roma, y los papas del Vaticano construyendo una farsa legal y moral que sostenía un país tan magnífico como incomprensible. Silvio daba el salto a la política con su «Forza Italia», organización exprés que movía a risa y que no iba a votar, por supuesto, nadie… según las encuestas. «Grazie Roma» fue el cartel que en ese mes de marzo lucía por todas las calles desconchadas de la ciudad. Silvio había ganado. Le podíamos ver en la tele bajito, impecable con su estilo de colegio mayor del opus y con sonrisa simétrica. Marco ya me había avisado del sujeto, pues los dos eran milaneses y conocía al sujeto muy bien. Silvio fue un torrente de ambición de estatura de la talla José María García: egos subidos, que aspiran a ser niños en bautizos y muertos en funerales de lujo. Despliegan una actividad que abarca un imperio personal como Napoleón, otro bajito con delirios.
Yo entendí Italia en el 94 en ese Máster que con excusa de Erasmus, me hice pateando calles y ambientes para dar con una mentalidad de pueblo que nada tiene que ver con la nuestra. Berlusconi fue un dios patrio, como lo fue Agnelli l’Avocatto de Turín y familia real italiana de hecho. La diferencia es que Silvio no tenía ni sangre azul ni cabello blanco, aunque lo suplió con operaciones capilares y ascendiendo a su realeza con una ambición depredadora a un poder que abarca desde el fútbol a todos los niveles pulsionales de un país.
Lo sentimos totalmente por Silvio, aunque sea por ese año iniciático, el 94, donde se puso en marcha mi vida consciente por el mundo. Dejando a Silvio en el poder, nos eliminaron del mundial y dejamos de cantar la locomotiva mientras íbamos a misa de cinco al Vaticano mientras descubriamos lo que era la iglesia católica. Después de aquel año intuimos lo que era el funcionamiento de una parte del mundo, maduramos y seguimos creyendo en Dios. Que no es poca cosa.
Silvio Berlusconi, DEP