Uno de los conciertos de mi vida al que nunca fui, se realizó en San Francisco en el año 78. Yo no tenía edad, claro, y tampoco me hubieran dejado ir. Tuvieron que pasar muchos años para que, en cinta VHS, me llegara un documento que sería vital para mí biografía.
Unos tipos rotos, tan-jóvenes-y-tan-viejos, se retiraban de la música, de la carretera, de cruzar el país en camionetas y habían encargado a Martin Scorsese documentar su última actuación. Un director que ya para entonces había hecho «Mean streets» y «Taxi driver «, es decir palabras mayores del cine. Se ofreció a utilizar un escenario decorado de segunda mano para colocar unas cámaras y así inmortalizar un concierto mítico.
«Parece Hitchcock» dijo Robbie Robertson al ver a Martín enseñar a todos un manuscrito donde se mostraba el grupo de instrumentos, cámaras y tipos de plano por cada canción. Era el guión del documental: serio, profesional, digno y merecidísimo homenaje a ese grupo de «rock and roll». El documental se hizo más importante, casi película cuando, más allá del concierto, se incluían entrevistas a los miembros que dejaban testimonio de la intrahistoria del grupo. Si el secreto de una obra es mostrar algo como excusa para dejar de mostrar lo más importante – porque se comprenda subliminalmente – «El último vals» es una obra maestra de una época.
Aparte de la música, aquí se habla del cansancio de vivir «en la carretera», del envejecimiento prematuro de héroes rotos, del sentido encontrado por unos amigos que son «jornaleros de la gloria», de la devastación que las drogas hicieron en aquellos años donde las rutas a la utopía terminaban en callejones con sobredosis. Ver «El último vals» cada vez nos gusta más porque es lo que queda de vida y testimonio de unos tipos que se resucitan en cada canción, ahora que la tecnología mueve la industria haciendo canciones con IA sin alma.
Robbie Robertson ha muerto, y lo ha hecho con 80 años. DEP