La idea desde luego no es nueva, ya que el gran Orwell la plasma con brillantez en la genial ‘1984’ cuando las masas se entrenan diariamente en los ‘2 minutos de odio’ frente a un monitor donde se enseñan imágenes del enemigo y toda la audiencia debe deshacerse en gritos e insultos hacia la pantalla.
Esta gestión singular del odio en masa para definir una ‘identidad’ y construir un proyecto a partir de la destrucción del Otro adquiere una perfección en nuestro país desde el nacionalismo amparado y comprendido por la izquierda. ¿Qué otra cosa es más que Festival de Odio lo que se lleva años organizando en los estadios de fútbol en finales de Copa con equipos manchados de nacionalismo, campos vascos politizados con pancartas etarras o encuentros ‘amistosos’ con selecciones autonómicas?
La politización de la vida pública, sobre todo en el fútbol, por parte de la oligarquía nacionalista, es realmente asquerosa y sobre todo peligrosa. La estética de las multitudes al estilo totalitario Nazi-Soviético para ahogar al individuo en el caldo caliente de las masas histéricas de eslogan, insulto o grito con vocación de destruir al Otro es una actividad consentida que se ha consolidado definitivamente en España.
El nacionalismo sabe que no tiene más arma que la emoción, la idolatría y la mitificación. Basado en ficciones ya imposibles de intelectualizar debe de acudir en última instancia al instinto del bajo vientre al que se ha llegado desde un aparentemente noble sentimentalismo-romántico-de-aldea-pura inventado en estos años. La ideología e intereses que están detrás de esta enferma manera de sentir es peligrosa, digo, porque los instintos abiertos no son fáciles de frenar. Así como la virtud satisface y llena, el vicio nunca para, buscándose en vano el Sentido en su laberinto onanista a base de odiar primero pero finalmente acabando en la autodestrucción por ser incapaz de desarrollarse y salir de sí mismo.
Por mucho que se quiera minimizar e intentar hablar de deporte, lo que está sucediendo en España con estas manifestaciones nos va a costar muy caro. El odio está ahí, visible como un fuego que se cree que se puede controlar a la medida que marquen los políticos especializados, ignorando que el fuego tiene vida propia y una vez que se pasan ciertos límites es imposible de apagar.
Incendiar la caldera de los campos de turno y esperar que se acabe ahí es una irresponsabilidad cuyas consecuencias las veremos muy pronto, similar a una olla a presión que se desborda y estalla incendiando la casa entera.
Magnífico, Almirante.