La línea 4 llega efervescente para contrastar la soledad dominical de Lagasca. Una población errante nos asalta en la Alonso Martínez para que terminemos saliendo todos expulsados en La Latina. No hay nada como la velocidad del mundo para despertar y ponerte en forma. En Madrid hay una permanente transfusión de vida que resucita todo. La calle bulle de fiesta, elegante de claveles, pañuelos blancos y guirnaldas, mantones de manila entre colores de contraste azul cielo. Entre la multitud seguimos las notas del himno nacional que nace de la iglesia y viste a Santa María de la Cabeza que ya sale aplaudida.
Lo dice a mi espalda un castizo con voz de sabiduría on-the-rocks, acentuada como si estuviera en la verbena de La Paloma. Está como un pincel y le rodean guiris con gesto euroescéptico. El sol va cayendo haciendo crecer claveles y la corriente nos lleva en dirección a la Plaza Mayor no sin antes empujarnos sutilmente a hacer una parada en la barra de Casa Paco para saborear una caña – lo que en Valladolid es un corto- ante la mirada transversal de Manolete, con pose tan santa como Isidro pero en místico, en la pared simbólica.
Una familia baila el chotis en la zona haciendo que el mundo se explique en un palmo de terreno. Ese mundo que se refleja en el televisor con un último toro en Las Ventas. Va hacia tablas el morlaco y muere inadvertido entre vermouts de grifo y gramolas de fiesta. Los guiris siguen bebiendo alucinados tras los escaparates del mercado de San Miguel y yo me lleno de Plaza Mayor enfocando a un santo que intimida a un Felipe III fuera de sitio.
Tras los ángulos sigo camino de Sol y la fiesta se hace laica al ver banderones republicanos y estrellas internacionales intentarse entre los colores rivales de los equipos locales. Manifestantes otoñales y gritones dan la vuelta a la plaza en otro chotis conjunto a ritmo de internacional hasta casi chocarse con reivindicantes palestinos que explican su drama a la sombra de Carlos III.
Madrid lo cura todo