Llegó puntualmente. Colocado entre el día de Europa y las próximas elecciones, asistimos en sábado pre-veraniego al esperpento anual del Festival de Eurovisión.
Dicen los teóricos que el arte imita a la vida. Otros sostienen lo contrario. En todo caso pocas veces se ve tanta identificación de un aspecto con otro como en este sarao. En su progreso involutivo se puede trazar la situación exacta de cómo está el viejo continente más allá de cualquier análisis sociológico.
Así se presenta una Europa a lo grande, en voz en off de Íñigos eternos, mostrando un escenario espectacular rebosante de entusiasmos artificiales con banderines y risas flojas. La Europa de diseño se sentencia desde un jurado amañado con votos previsibles entre amiguetes y, naturalmente, que bobada, lo que menos importa es la música.
Desde ese entorno se da amparo a las últimas tenencias frikis que brotan del continente. Otra feria más de arte posmoderno donde, como siempre vemos en ese tipo de ferias, el «arte» se sacrifica en función de la ideología y el mercado.
Yo lo vivía hace siglos en la infancia efervescente desde la inocencia de la puntuación en voz de transistor y las actuaciones nacionales que nunca llegaban porque nadie, como ahora, nos podía ver en Europa. Lo dejé en la preadolescencia rebelde y me reencontré con el evento en mi exilio dandy donde lo veía en pubs rodeado de una bohemia estrafalaria, multiculturalista en estado etílico-escéptico. Era en mi querido Reino Unido -que en Eurovisión se decía Royaume-Uni- único país que ha entendido esta farsa, regodeándose de que todas las canciones sean en su idioma -resisten Francia e Italia- y desde que ganó Sandy Shaw siempre manda canciones mediocres para no tener que comerse el marrón de celebrarlo.
La BBC, de hecho, tiene los mejores comentaristas para este sarao, desplegando una acidez de comentarios irónicos y ácidos que hacían las delicias de mi gang en Gloucester Rd. Esa noche se organizaban fiestas frikis en todo Bristol para ver el festival capitaneados por Graham Norton.
Hace años ganó Finlandia, estábamos en Dublín, -donde ganó Karina en el 71- y los fieles del John Cussack se levantaban a felicitar a nuestro amigo islandés Yan por el éxito. A él le daba vergüenza pero era una excusa para seguir bebiendo vodka y prolongar la noche, «any excuse, any excuse».
Ayer ya lo vieron, o mejor no. Entre abucheos a Rusia, España cantando en inglés y polacas cachondas, la nueva Europa se reafirma con una tal Conchita que nos viene sin afeitar de Austria a iluminar el tema.
Ópera bufa, indeed, entre el esperpento y los Freaks de Ted Browning apagué el monitor que reflejaba la emoción de la nada y me puse las bodas de Fígaro, trabajo de otro sujeto Austriaco mas afeitado, que me reconcilió con la música y con Europa.
Porque ayer, al fin y al cabo, fue el día mundial de la ópera.