Brilla el sol en Roma, calienta en Madrid y se verticaliza en un Vaticano celestial en segundo domingo de Pascua que, de la mano de la fiesta de la Divina Misericordia, nos trae una mañana duplicada de canonizaciones protagonizada por cuatro Papas.
Fue una monja polaca, Faustina Kowalska, la encargada de iniciar la devoción de la fiesta celebrada hoy cuando, en los turbulentos años 30, desplegó un diario intimo en que se revelan conversaciones con Jesucristo. Pasaron años hasta que, un compatriota de Faustina y protagonista hoy, se encargase de sublimar esa devoción y celebrarla puntualmente. Era Juan Pablo II, llamado «el Grande» y aclamado «santo súbito» por el pueblo desde el día de su muerte. Con él hoy sube a la gloria otro Juan, santo no tan súbito tras largo proceso de canonización y sin tantos milagros, pero con una leyenda mas sonriente que le sobrepasa.
Ambos estarán rodeados desde la tierra por el mundo católico que hospedan dos de los suyos: Francisco y Benedicto que, en acontecimiento novedoso, se vuelven a juntar públicamente.
Muchos análisis se hacen de este acontecimiento desde el mundanal ruido y sus medios seculares. Desde la versión liberal-becaria-cortoplacista que ve a Francisco uniendo a la (supuesta) derecha Wojtyla con la izquierda progre de Roncalli, hasta el reconocimiento humanista de dos grandes hombres del siglo XX, pasando por – y esta nos parece la gran clave – la canonización de facto del famoso Concilio que vino a dar un giro de timón sorprendente a la iglesia hasta casi romperla.
Esto último nos parece más ajustado. Dos prohombres de la nueva-forma-de-hacer-iglesia son reafirmados y con ellos toda una forma de hacer (y ver) las cosas. Reconocidos en la ecuación: Juan+Pablo= Juan Pablo (IyII) se fragua una época nacida tras un Concilio inventado por Roncalli que, con pretensiones pastorales y sin dogmas divinos, quedó blindado al mundo desde ese otro dogma invisible, italianísimo, clausula sutil pero de hierro llamado «aggiornamiento».
Este vocablo, que ha supuesto el acuerdo-acomodo al mundo más dogmático que todos los concilios juntos, fue inventado por Juan XXIII en la década prodigiosa y flipante hasta que Juan Pablo lo ultimó entre una gloria de caída de regímenes utópicos a base de tirar muros. Dos carismas con diferentes sonrisas, buenos en los medios y astutos con humor lúcido.
El viraje ha sido tan fuerte que si hubiera un católico vivo con 200 años seguro que no saldría de su asombro. Como será que tuvimos al gran e inolvidable, y cada vez mas importante Ratzinger cada dos días, hablando de eso de la «hermenéutica de la continuidad»mientras en su pontificado apagaba fuegos a golpe de erudición, aviso y verso para hacer frente a todo el percal que querían quitar hasta las llaves a San Pedro.
Con esa reflexión en la cabeza y rezando por los nuevos santos me paseo por Madrid en homenaje visitando El Prado donde nos muestran una gran exposición de otro gran católico como artista y embajador de nombre compuesto: Pedro Pablo Rubens. El título no puede ser más sugerente: «El triunfo de la Eucaristía». En este otro templo de Madrid nos enseña otro tiempo, tiempos a la contra de reformas y, naturalmente, sin pizca de aggiornamento. Tiempos sin más negociación que el de explicar las cosas lo mas clarito posible.
Tanto y tan bien se explicó que, nada menos, se inventó una nueva herramienta llamada «el barroco», que no es otra cosa que esa fuerza estética que expulsando entre curvas la-profundidad-hacia-afuera reconoce que el fondo no es mas ni menos que la forma. El genio católico se funda aquí entre dos genialidades únicas: el arte y la liturgia.
Ambas unidas en el Acto Sagrado más sacrificado, vilipendiado y despreciado de la modernidad aggiornata: La Eucaristía.
Desde esta iglesia laica y Madriles rezo fuerte por mis nuevos santos para que, ya iluminados, iluminen a su pueblo.