La idea era ventilarse por LosMadriles retratando al personal travestido entre pirotecnia y risas. Es carnaval oficial en la corte y resto del Valle de lágrimas y risas; fiesta global que antecede a una Cuaresma inexistente – nada que ver con aquellas de los 50 en mi Castilla – O sea, que es otro sarao más para disfrazarse de uno mismo y dar el cante. El ambiente es jocoso desde el viernes pasado porque por alguna razón que me sobrepasa – cada vez entiendo menos todo – el calendario escolar se dilata cada vez más entre fiestas blancas, puentes de solsticios y viernes modorros.
A mí el carnaval no me hace mucho, la verdad, ya que siempre voy con máscara, actuando, exagerando hasta el infinito barroco mi carácter géminis de tripolaridades infinitas. Con ese ánimo, entre confuso, cabreado e inquieto salí al empedrado con la cámara lacia, sin motivar, sin clicks en do mayor que reflejaran algo de la supuesta y alegre vida que inunda las calles. Tenía hasta la batería de la cámara exhausta – la sabiduría de la tecnología – y al buscar recambio en mi chupa me topo con una hoja olvidada anunciando que ponen «The Godfather» en los Doré. Emocionado y antes de terminar mi plegaria de gratitud y embalar la cámara me encuentro sentado en mi butaca favorita al lado de la columna.
Está casi lleno – todavía hay algo de esperanza en la especie – y a la hora en punto todo se hace silencio para que una oscuridad radical tiña las butacas rojas y el escenario azul. Las notas de la banda sonora, inmortal, triste, inmanente, preludio de las mejores óperas me llevan a visitar de nuevo ese despacho en el que he estado en todas mis mejores vidas. El espacio se funde en un claroscuro de Tintoretto para decir:
“I believe in America. America has made my fortune.”
Bonasera, enterrador humillado busca venganza, su rostro de pueblo latino, herido, mancillado se va separando casi a cámara lenta hasta toparnos con el plano difuminado de una mano, la mano que mueve los hilos y que ofrece pausa y refrigerio a la víctima. Es la mano de Don Vito, de Coppola, de Mario Puzo, de Brando, la mía, en fin. La misma mano de un cuarteto que han logrado transmitir la mejor sinfonía de la depredación y el retrato de las raíces del poder que unen en hipocresía a senadores y pistoleros, lo público y lo privado, lo sagrado y lo pagano.
Desde ese despacho en las próximas horas vamos a asistir al desfile de una maquinaria de destrucción en Nueva York, Hollywood, Las Vegas, Cuba… en un mundo de claroscuros y acentos rasgados, besos en la mejilla, anillos, trajes cruzados y tarantelas.
Todo aderezado y encuadrado en el marco estético de una liturgia manipulada que nace en una boda inaugural sin éxito, un bautizo que barre a cinco familias, una comunión que envuelve la corrupción de dos poderes. Curioso que la confesión, único sacramento redentor en la trilogía, será en la parte III que no veré.
Pero no importa. La vida imita al arte y yo me he adelantado en este preludio de Cuaresma, pienso ya en la calle entre risas de fiesta y broncas de fútbol por las tabernas de Antón Martín donde una riada de tíos vestidos de mujer salen borrachos de las cantinas y una banda de presidiarios corren hacia el metro .
No les presto atención, sin embargo. Sigo caminando ensimismado a mi guarida con el mismo gesto de soledad de Michael Corleone mientras los tonos de la banda sonora hacen eco en mi cabeza sublimando el frío acumulado de mi costado izquierdo que ruje desde la nostalgia absoluta del amor que he abandonado tras una absolución de media tarde.