ACTO I

Estoy donde desemboca la Gran Vía para hacerse plaza. Plaza y de España, nada menos. Don Quijote, al fondo, con el brazo alzado, da la espalda a un gigante que ya no lo es: un coloso llamado Edificio España. Los símbolos se concentran en esta plaza dominados por los casi 120 metros de altura de esta fortaleza. La envidia de su época, el espacio total diseñado para el conjunto de la convivencia moderna. Una polis hispana donde convivieron la vivienda, el comercio, el arte, la diversión y el lujo. Dicen que sus interiores eran laberínticos como un castillo medieval.

Rodeo el edificio en un todo de gris tapiado de pintura hermética y anuncios de empresas de vigilancia. Solo un entrada lateral muestra digna, su nombre.

Me acerco a la puerta principal y el vestíbulo –lo único que se mantiene– me observa desde un tiempo indefinido. Me acuerdo del gran Kubrick y su fabulosa «The Shining», esa película que muestra el terror que puede producir el gran espacio vacío. Veo el mármol de las escaleras, la barandilla dorada y un cuadro al fondo. Escaleras hacia una nada vertical que, como una garganta muda, aúlla el sonido acumulado del recuerdo. La fachada sigue siendo portentosa, se ve desde el infinito y aparece arrogante y simbólica, nadie diría que no oculta más que recuerdos.

Doblo la esquina pétrea y una modelo con traje ceñido negro y una jaula posa para un fotógrafo guiri bajo la marquesina. Es la única utilidad actual del monumento. No me extraña que Don Quijote no haya querido atacarla.

ACTO II

La Gran Vía me devuelve al mundo con sus requiebros de tráfico y de gente hasta que sin darme cuenta me invade la Calle de Alcalá. Tuerzo por el Círculo de Bellas Artes y una pequeña calle recupera el silencio mágico de otras épocas. Entro por Cedaceros y un cartel brilla con un nombre mítico de blanco y negro y tabaco: «Bogart». Es el nombre de un mito moderno, post-griego, digamos. Cuelga de una fachada encajonada entre edificios anónimos y viste color amarillento. Es un amarillo dejado, enfermo, febril.  Esta fachada es mágica por distinta: bajo dos hileras de tres ventanas vigilantes dejan a un mirador y cinco ventanas de diseño distinto con ornamento variado. Es una asimetría que funciona, armónica en un caos de pintadas «okupas» y escudos mudos. El bajo está tapiado de azulejos, mugre y carteles rotos. Todo un siglo ha esculpido este edificio modelando desde un local de entretenimiento a un cine pasando por un teatro. Desde el nombre de Rey Alfonso a Arniches ha quedado finalmente confirmado con el mito moderno del celuloide: «Bogart». El cine fue el último brillo de gloria que acabó con «okupaciones» y olvido.

ACTO III

El nuevo siglo me recoge camino de la Puerta del Sol, que es donde acaba todo el mundo en Madrid, y la velocidad y la prisa se ralentiza en una parada sorpresa: esto es un Teatro Real, o de Imperio, de los de antes, vamos. Las letras del artista que lo nombra lo definen: Albéniz. Cubierto de andamios, las grandes letras resisten intactas. Los sótanos albergaban salas de fiestas mientras la superficie mostraba un teatro de adornos y lámparas. También cayó y fue objeto de luchas para ser declarado Bien de Interés Cultural y así evitar ser pasto de mercaderías. El pueblo luchó por él, llegaron los juicios y por una vez la justicia sonrió. Las letras resisten sonriendo este estado reivindicando un nombre y un estatus.

ACTO IV

Sin embargo aquí han borrado las letras y no se adivina lo que pone. He llegado al pulmón más castizo de Madrid para reflexionar sobre tanta pérdida y un palacio acude a mi encuentro. Es un jardín dentro de ese gran jardín que se llama Retiro. El «Florida Park», antes «Viena Park» o «Granja Florida» está custodiado por dos leones fieles, impasibles al paso del tiempo. Les saludo y caminando hacia el lado opuesto. Intento meter la cámara por el interior de palacio. Dicen que tenía una cubierta para proteger la sala baile, cubierta que no se utilizó nunca. Fernando VII Comenzó la idea de pequeñas construcciones en el edificio y tiempo después entre pabellones de caza, invernaderos y balnearios se convirtió en la Sala con mayúsculas que debería ser frecuentada por los artistas que merecerían serlo. La «crème de la crème» del ‘artisteo’ mundial ha pasado por aquí para confirmar el estrellato. Me despido de los leones, enfoco la entrada y me voy bajo el gesto crepuscular del Ángel Caído.

FINALE

Cae la noche y he quedado en el Matadero. Buen lugar para purgar este día de nostalgias y ausencias. No he ido nunca y me sorprende ver la gran torre desde Lagazpi con letras portentosas. Camino por un pequeño parque y un gran explanada rehabilitada de edificios de ladrillo y chimeneas de industrialización me muestran carteles de degüello de ganado lanar y cerdo. Una iluminación roja deslumbra un paseo de árboles de diseño y entro en un pabellón. El arte moderno se concentra en salas inmensas y el «Matadero» ya es un icono de algo más.
Tras salas de cine, pinturas, carteles y esculturas, tomo un vino en la Cantina y escribo: «El arte desaparece de sus palacios normales y típicos para hacerse fuerte en mataderos, como en Bristol se hacía en edificios portuarios. La Vida codificada en arte sigue, se reinventa, abandona los cuarteles de invierno y aparece con nueva fuerza donde tenga que aparecer, hasta en los mataderos».

Publicado originalmente en ED

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