No se oían las campanadas de las doce. No sé si es que ya no suenan o es que la estridencia de los silbidos revolucionarios ocupaban su puesto al marcar el sonido del tiempo. Unos peones de negro con insignias rojas, puño en alto, silban en A Menor desde las yugulares encarnadas mostrando la euforia efervescente por la conquista del instante. Es una energía que se nutre de los primeras pulsiones: la camaradería de clase y la frase recalentada hasta la saciedad por el eslogan. No se oyen las campanadas del tiempo en los relojes, que apenas quedan para fin de año y marineros joviales. No, en estas fiestas laicas de grito el tiempo, a la manera de los revolucionarios franceses, se quiere aniquilar y se canta en clave diferente.
Los peones pitan y se dividen las aéreas: los primeros instantes son claves para maquillar el éxito de una farsa mas. Se dividen las zonas como los de la camorra las áreas de Nápoles. Yo sigo a los que me llevan hacia mi territorio, me uno a los de la Barriada de Salamanca, esa zona que ya empieza a oler a fragancias inasequibles desde que se aterriza en la Puerta de Alcalá con Serrano. Las tiendas miran verticales a la peonada en negro guiados por hoces, martillos, blasfemias y voces roncas. Aparecen los espráis que dibujan groserías y amenazas, crecen pegatinas en las vejas de los comercios. Los pitidos se diluyen apenas un instante para dar paso a sinfonías de sirenas eléctricas que ya buscan heridos.
No pasada nada. Aquí no hay nada que hacer, las primeras horas de fiesta tiene un éxito diverso en otras zonas mas predispuestas y comprensivas. Tomo el último vino en el bar que, naturalmente, abre con calma sus puertas en esta jornada de no-curro.
El día quiere amanecer de color de fiesta laica, revolucionaria y luminosa. Sin embargo, al bajar de las alturas veo que todo sigue abierto como siempre. Un eco de pitidos parece oírse al horizonte pero creo que habita en mi cabeza desde ayer como un estribillo chicle Todo está en su sitio y las pintadas que quedan por Salamanca quarter apenas aparecen ya tan anticuadas.
Camino hacia el centro viejo y cañí y el ambiente va in crescendo. Cerca de donde dejamos a Don Santiago entre florecillas observo con desolación que mi taberna favorita –una de ellas, pues soy hombre promiscuo de cultura popular – está cerrada. De hecho están cerradas todas menos una que es donde paramos a tomar una caña con los revolucionarios, entre turistas y juventudes estalinistas, a preparar el equipo. He visto en el camino cajeros inutilizados, pintadas de tinta roja que se coagulan por el pavimento. La policía monta caballos en Neptuno y al fondo se oyen tonos coreados por voces menores.
– ¡Y si esto no se arregla… guerra, Guerra, GUERRA!
Un grupo de ‘estudiantes’ intercala el taco con tan terrible palabra. Guerra. Van saltando como si no hubieran dicho nada. De fiesta. Enfoco el zoom, son jóvenes, demasiado jóvenes para odiar ya tanto.
Tienen el rictus forjado por el cáncer moderno: la ideología. Esa zorra que deshumaniza para limpiar la conciencia y evitar la culpa a la hora de desnudar la vida al enemigo. Niños que juegan con palabras de fuego como si nada, una blasfemia inmanente de tan desprecio del otro. Suena pólvora de cartuchos para dar inicio a la salida del carnaval y las celebrities Almodovar y Pilar Bardem pasan con gesto de preocupación solidaria y deprisa desde su alfombra roja odio.
Enfoco al humo, a las caras, al palacio de correos, a la señá Cibeles entre banderas de la república y Lenin, el Che, globos…
Enfoco más arriba para detenerme en la calma azul de los astros que, ocultándose entre nubarrones todavía se reflejan entre los azules sublimes que aparecen en esta hora perfecta de las fotos.